Mucho se está hablando en estos momentos de los sueldos que perciben los principales cargos políticos, así como el volumen de sus bienes y propiedades, debido a la publicación de los mismos. Los principales diarios del país han tocado el tema con mayor o menor detalle y el debate que ha inundado la red y, más ampliamente, la opinión pública, es interesante pero, probablemente, sesgado.
Por una parte tenemos un sector desencantado con el mundo político, que defiende la rebaja, incluso la equiparación de los sueldos de los políticos al resto de salarios. Entendiendo así que, para lo que hacen cotidianamente, les basta y les sobra.
Otro sector, al contrario, defiende la necesidad de que la retribución sea elevada. Lo suficientemente elevada para que las personas competentes sean pagadas como merecen y no «fuguen» al sector privado, a otro país, o se vean tentados por pasarse al «lado oscuro» de la corrupción.
Ambos argumentos aciertan y yerran simultáneamente, a mi parecer, y son reconciliables con una matización que, si no se hace, lleva al enfrentamiento artificial de dos ideas que en la realidad no están tan contrapuestas o son, en todo caso, armonizables. El punto común (y al mismo tiempo origen de todo este desaguisado) entre ambos posicionamientos es la adopción de criterios de meritocracia. Según esta premisa, cada uno recibe lo que merece, lo que da sustento a ambas ideas aparentemente opuestas de la siguiente forma.
a)Para unos, hecha patente la incompetencia profunda de una gran parte del sector político, así como su voluntad de perpetuar unos determinados intereses frente al diálogo con la sociedad que en teoría representan, es razón suficiente para considerar que faltan a su labor, lo cual invalida toda consideración de merecimiento. Si uno no hace su trabajo como es debido, no se merece los privilegios que dicho trabajo comporta. Por tanto, equiparación de sueldos, supresión de dietas o transporte oficial, etc…
b)Para otros, si alguien llega hasta presidente del gobierno, diputado, ministro o similar, ha de ser una persona ilustre, formada, con años de actividad y méritos notables, tanto en el sector público como el privado. Una persona con una o más carreras, que habla varios idiomas con fluidez, con capacidad de liderazgo…todo lo que se quiera. A partir de esas premisas, tal individuo, que en el sector privado haría las mil maravillas y ganaría a la altura de su competencia, ha de ser retribuido de manera satisfactoria, de forma que compense su permanencia en el obrar público.
No obstante, el principal causante de esta trifulca es precisamente la quiebra de la meritocracia. Si realmente todos pudiéramos presumir de un Gobierno y un Parlamento de catedráticos, doctores, pensadores, que han accedido precisamente por su carrera excepcionalmente meritoria, probablemente otro gallo cantaría. Ahora bien, cuando sabemos que una buena parte de los cargos públicos de cierta importancia son susceptibles de ser alcanzados mediante la dedocracia, es decir, con la total arbitrariedad del nepotismo y el amiguísimo, hay razones para considerar un recorte masivo de los privilegios de esta gente. Este hecho es precisamente el que invalida la segunda de las líneas argumentales, correcta en la teoría, frustrada en la práctica.
No obstante, la conciliación entre ambos argumentos puede darse mediante la distinción entre cargo y persona públicos así como el establecimiento de un estricto sistema meritocrático. Básicamente consiste en decir que a pesar de que nuestro presente está a rebosar de personas concretas que no merecen ni la mitad de los privilegios que ostentan al pertenecer al sector público, ello no implica que dichos privilegios sean acertados para el cargo (la «silla») que se les ha asignado. La cuestión es precisamente que los criterios de asignación han fallado y que, además, una vez que nos «encasquetan» a un determinado señor o señora en una plaza pública por Dios sabe qué razón, no hay quien se lo quite de en medio por muy incompetente, corrupto y chupatintas que sea.
Así las cosas, no sirve de nada perder el tiempo en ver quién tiene más dinero, porque el problema es otro: por qué tiene ese dinero cuando no lo merece. La cuestión capital del debate debería girar entorno a cómo conseguir hacer un buen filtro y llenar las plazas públicas de personas brillantes y capaces de dar ejemplo, así como alguna manera de controlar eficazmente a aquellos que «se pasan de listos».
Las personas deben ser retribuidas justamente por un servicio a la comunidad con elevada responsabilidad, sin duda alguna, pero para dicho servicio no puede ser apto cualquier individuo a medio formar, con competencias indeterminadas y empujado por una estructura sectaria como es un partido. Cuando así ocurre, la supuesta élite gobernante pasa de su función de dar ejemplo, a una costumbre de dar vergüenza.
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Enlaces de interés:
http://www.fedeablogs.net/economia/?p=13968
http://politica.elpais.com/politica/2011/09/08/actualidad/1315515753_773033.html
http://politica.elpais.com/politica/2011/09/08/actualidad/1315458964_538275.html
http://www.elmundo.es/elmundo/2011/09/08/espana/1315507694.html
http://www.elmundo.es/elmundo/2011/09/08/espana/1315446261.html
http://www.escolar.net/MT/archives/2011/09/los-sobresueldos-del-pp.html